La noche ya
se había abalanzado sobre él, que luchaba por no acabar de nuevo en los brazos
de Morfeo antes de poder terminar su cometido. Sabía que era cuestión de tiempo
que la mente abandonase el cuerpo para elevarse a un nivel sobre el cuál no
tendría control, pero ese momento parecía no llegar nunca.
Se
desesperaba al observar la hoja en blanco y ver que en ella no había nada
diferente a la última vez que la miró. El hecho de que no fuese la primera vez
que le ocurría era lo que conseguía ponerle de los nervios.
Ya era un
ritual. Llegar a casa y despejar la mente en una bañera espumosa, que parecía
desbordarse en el momento en el que introducía el primer pie, acompañado de un
cigarro y la maravillosa voz de aquella soprano que conseguía erizarle la piel
para, después, sentarse en su pequeño escritorio de madera, donde le aguardaba
su vieja máquina de escribir, aquella que solo utilizaba cuando tenía la
intención de crear algo hermoso.
Por
desgracia para él, desde hacía tiempo, jamás conseguía presionar una tecla sin
acabar convirtiendo su obra en una bola arrugada de papel que acababa junto a
otra decena en la basura.
Aquella
máquina de escribir que le había acompañado desde joven, ahora era un
recordatorio constante de tiempos mejores, cuando se olvidaba de dormir por
darle vida a sus personajes o por crear bellos mensajes que, después de
escribirlos, los guardaba en una caja, convirtiéndolos así en sus mayores
secretos.
Miraba el
reloj, cansado de no escuchar más que el sonoro tic-tac y su propia
respiración. A pesar de sus esfuerzos, no lograba olvidarse del reloj, que
ahora marcaba la una. No era la primera vez que se paraba a pensar sobre su
vida mientras observaba la fina manecilla que marcaba ritmicamente los
segundos, recordándole que pasaban los minutos y él seguía como su hoja: en
blanco.
De pronto,
algo en su cabeza se activó. Sintió cómo su mente ascendía a un nivel que él no
podía controlar, dejó de pensar en su reloj, dejó de añorar aquellos tiempos y
empezó a acariciar las teclas de su vieja máquina con la ilusión de aquel niño
que por primera vez es consciente de que, lo que ve sobre las carrozas de su
pueblo, son los Reyes Magos.
En cuestión
de segundos, ya había logrado escribir la primera frase:
“La noche
se había abalanzado sobre él".